miércoles, 1 de julio de 2020

Mundial de escritura Día 1

Escribí este texto para el Mundial de escritura.
La consigna de hoy era "Escribir un perfil de una persona que amé en secreto. La historia que no fue"

A la clase de Arte le decíamos “Dibujo”. A la distancia lo siento como una afrenta para la profesora cuyo nombre no recuerdo. Una chica de 27 o 28 años de rulos que se debe haber tomado el 59 unas 2000 veces para estudiar en la Prilidiano Pueyrredón durante 7 años. 

La imagino en su pequeña humanidad intentando abrirse paso para llegar a la parte del colectivo. Cargando carpetas carpetas negras enormes con entregas que tenían que llegar inmaculadas porque si no la profesora, una vieja de 70 años que bochaba por deporte a la mitad de la clase, la reprobaba. 

En la clase de Dibujo nos juntaban con los chicos más grandes, los de 2º año. Luli se sentaba en la misma mesa larga que yo, pero en otra esquina. Se pasaba la clase hablando con su amiga. 

Un día me pidió prestada la goma de borrar. Otro día volqué el vaso de pinceles con agua y se rio. Se reía de todo, siempre con su amiga.

Teníamos Dibujo todos los miércoles, en el horario después del almuerzo. Al final de la clase había que guardar los materiales. El invierno habíamos llegado y éramos pocos en el aula. Muchos faltaron. De hecho, creo que de mi grupo estaba solo, sin ningún amigo para contarle eso. 

Luli se levantó de la silla con una gracia imprudente que yo sentí como una provocación. Claro que no me di cuenta de eso en aquel entonces. 

En el movimiento, coreografiado con simetría natural, la pollera escocesa se dejó llevar por el viento. Entregó la imagen más perturbadora que podía recibir un chico de 13 años enamorado. Una bombacha blanca de algodón pintada al cuerpo. Un culo perfecto. Dos piernas atrapadas por el frío que las entumecía.

Quedaría bien decir que me maté a pajas pensando en la imagen durante las 30 noches siguientes. No recuerdo haberlo hecho. 

Pensaba en Luli, en su bombacha y en sus piernas. Durante las 10 semanas siguientes hasta que terminó el año pensaba en ella. La profesora también pensaba en ella, porque Luli dibujaba muy bien también. Y se reía. 

Esperé 10 semanas que ese evento se repitiera. Que algún remache de la silla se confunda con el género de la pollera y provoque esa danza otra vez más. O simplemente que el viento de primavera se cuele por debajo de la mesa y haga su magia. Comprendí finalmente que tal vez haya sido lo mejor, porque la imagen del invierno era la que tenía que ser eterna. 

La repasé en mi mente 1000 veces. La sigo repasando. 

Nunca le hablé a Luli. 

Una tarde de noviembre volvía de almorzar de mi casa. Mientras estaba atando la bicicleta en el jardín del colegio la veo venir caminando a ella. Con su amiga, claro. Riendo las dos. Como siempre. 

Me di cuenta de que me iba a hablar, así que erguí mi postura como mejor pude y acomodé la camisa de la manera más natural posible. 

Todo lo que no me animé a decirle, ni siquiera para generar una conversación casual, se cruzó por mi mente en ese instante. 

“Te puedo hacer una pregunta”, me dijo Luli. 

“Sí”, respondí confiado.

“¿Por qué sos tan estúpido?”, soltó. 

Luli salió corriendo. Y riendo con su amiga, claro. 

Me acordé de ese momento durante muchas noches. Nunca lloré, pero sí me costó tiempo recomponerme de la angustia. 

En el verano me crucé con ella en la playa, en Punta del Este. Tenía un bikini negro. Estaba sola, sin su amiga. Y ya no se reía todo el tiempo.


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