lunes, 19 de diciembre de 2022

Somos campeones del mundo

Cuando Gonzalo Montiel pateó el cuarto penal de la tanda, la pelota entró sobre el palo derecho de Lloris, que se la jugó por el otro lado. El jugador salió corriendo para el lado contrario, se sacó la camiseta y la televisión no mostraba los festejos. Tampoco se entendían mucho en el televisor los insoportables relatos de Pablo Giralt. Eran puros gritos inentendibles.

Durante 4 o 5 segundos, todo fue incertidumbre. ¿Ganamos? ¿Ya está? Después del partido más sufrido que un hincha puede imaginar, se ve que nadie se animaba a festejar a cuenta. A eso, deberíamos sumarle otros 5 segundos de delay entre los que no siguen el partido a través del TDA. 

Lo cierto, entonces, fue que los gritos en el balcón de mi edificio y del resto del barrio llegaron con retraso. El desahogo. Pasaron 4, 5 o mil segundos. Nadie quería ser el primero. Necesitábamos una ratificación. 

Me hizo acordar al final de la lectura del alegato de Strassera en Argentina, 1985 y en la película homónima. Los aplausos que llegan con síncope. La explicación más razonable se me ocurre es que la emoción es tan inmensa que anula el desahogo. Por un momento. 

Yo fui uno de los primeros en salir al balcón (y todavía con miedo de quedar en offside, de ser el mufa del pulmón de manzana). "Vamos, carajo!" "Sí, la puta madre". Ahí sí, llegaron los gritos del resto de la familia, vecinos y forasteros. El ruido que se hizo un telón de fondo y duró hasta la madrugada porque nosotros vivimos a 8 cuadras del obelisco. 

Buenos Aires fue una fiesta y la vivimos desde uno de los palcos principales.

Con los chicos, con Pedro, Joaquina, Guada. Con Agus, con Tata y Naná. 

Después de que Messi le dio los besitos a la copa salimos por Santa Fe hasta la 9 de Julio y de ahí al obelisco, hasta lo más cerca y seguro que se pueda estar de ese monumento fálico. 

Cuando nos retiramos, una hora después, la marea de gente que llegaba era perturbadora y emocionante.

Durante la tanda de penales cerré los ojos y no vi nada, solo repeticiones. Había escuchado el pronóstico de Mister Chip el día anterior: el partido se va a terminar empatado, va a haber alargue, y luego la Argentina lo gana por penaltis. 

Solo pedía que no se dé el pronóstico del calvo. Y se dio. 

Desde que nos levantamos algo más temprano que de costumbre ese martes a las 7 de la mañana para ver a la Selección perder con Arabia Saudita pasaron 4 semanas y demasiadas sensaciones. 

El gol que más grité en este Mundial fue el que le hizo Messi a México. Ese gol de billar que desató el partido más difícil. Lo vimos con Pedro en la tele de arriba de la casa de La Horqueta y nos abrazamos. Y también cuando algunos minutos después, llegó esa maravilla de Enzo, el gol más lindo de Argentina en esta copa. 

Con Polonia fue correr para buscar a Pedro por el cole con un cielo plomizo y gente desperada por llegar a verlo. Joaqui lo vi en la casa de su maestra, Vale.

Contra Australia más tranquilo, asado y amigos. 

El partido contra Holanda (me resistiré a decirle Países Bajos luego de lo que pasó en esa batalla) lo vimos en el campo Don Roque, con corte de luz incluido durante la mitad del match.

Croacia fue de nuevo correr a contrareloj para retirar a los chicos del cole. Pedro en lo de Santos. ¡Somos finalistas! al obelisco. 

Y la final quedará para siempre guardada en la memoria de todos. Acuérdense de este momento, chicos. Porque estas cosas no pasan todos los días. A lo sumo, en el mejor de los casos, una vez cada cuatro años. Y en la mayoría de los casos, esto sucede una vez en la vida. 

¡Somos campeones del mundo!