El jueves 5 de marzo de este año, mientras hacía la cola en la caja del Supermarket El Dorado ubicado sobre el Boulevard Artigas de Punta del Este, un zapallo cayó desde una altura de un metro e impactó de lleno sobre el dedo gordo de mi pie derecho. Pasaron más de ocho meses hasta que la uña del dedo en cuestión se recompuso. Cada vez que Pedro veía el dedo negro me preguntaba si me había dolido. Hasta que un día de la semana pasada me hizo notar que ya no tenía más el dedo negro. "Ah, es verdad", le dije como si no me importaba. Y me importaba mucho.
Casi a la misma vez que la uña negra desaparecía de mi pie, el domingo pasado, mientras los chicos recolectaban limones (sí, recolectaban limones) sentí calor en el dedo índice de mi mano izquierda. Cuando acerqué la mano para ver qué pasaba vi a la abeja, maldita ella, desprendiéndose de su aguijón, que quedó ahí clavado en una de las falanges. La última vez que me había picado una abeja fue casi en el mismo lugar, el jardín de Beby.
Hace casi 30 años.
Ese día lloré, recuerdo. El otro domingo no.
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