(la anécdota fue mucho más divertida y reveladora en vivo. Es difícil poner en palabras y trasladar al teclado la sensación de padres, pero acá va el esfuerzo)
En el cuarto en donde juega en la casa de sus abuelos, Pedro se resiste a salir. El padre lo cambia, la madre recoge los juguetes y lo arrastra hasta afuera. En el camino hacia afuera balbucea unas palabras incomprensibles.
-Taa-aayo
-¿Qué?
Pedro señala con su dedo índice muy pequeño en diagonal hacia arriba. Hay varios estantes de vidrio en la pared; cada uno soporta el peso de muchos objetos encima.
-Ayoo ta rriba.
-¿Arriba? ¿qué hay?
-Ayyoou
-¿La foca? ¿el oso?
-Ta-ayo, ¡arriba!
-¿el oso? pero si al oso le decís oso, ¿la caja?
-Ayo Ayo Ayo
Giro la cabeza hacia la madre. -¿Vos entendés qué dice?
-No, ¿qué hay, Pedro? ¿La foto? ¿el adorno?
-Ayoo
A la quinta vez que le preguntamos qué era lo que quería decir, Pedro se cansó de balabrear y tomó cartas en el asunto. Se desprendió de mi mano, se tiró encima del canasto de juguetes y buscó uno en especial hasta que lo encontró: un juego didáctico con cuatro botones que esconden animales de la granja. Apretó el botón en el casillero 2 y salió disparada la figura de plástico de una cabeza de caballo. Volvimos a mirar arriba y vimos que en el último estante a la derecha había un adorno de cerámica con la figura de dos caballos marrones.
Y ahí entendimos todo.
-Ah, ¡caballo! Pero si sabés decir caballo bien. ¿Por qué no decís caballo?
No importó si lo pronunció bien o mal, o si retrocedió en su aprendizaje de la palabra. Se había tomado el trabajo de explicar, relacionar, comparar, contextualizar y hacer comprender con tanta tozudez que los dos padres nos emocionamos.
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