Los temas periféricos del fútbol me interesan tanto o más que el deporte en sí. Cambios en los reglamentos, incorporación de tecnología y la génesis de los cánticos en las hinchadas son algunos de los tópicos tratados en este blog con mayor o menor profundidad. Ahora, quería dedicar algunas líneas inconexas para reflexionar arbitrariamente sobre los festejos de gol, intentar analizar lo que pasa por la cabeza del goleador durante esos momentos de gloria y por qué algunos festejos son eternos y otros falsos y efímeros.
Desde el punto de vista psicológico hacer un gol importante debe ser un momento revolucionario
para la cabeza. Esos tres o cuatro segundos posteriores al momento en que la pelota toca la red y el árbitro confirma el gol apuntando al centro de la cancha, digo, deben generar cortocircuitos por todos los conectores de las neuronas y hacer subir ya de por sí altas pulsasiones del jugador. En ese sentido, el fesejo es un deshago necesaria para poder bajar a la tierra y no morir en el acto emocional. Cuanto más importante es la instancia de gol y lo que el gol implica en el partido, además. más grande debería ser ese desahogo. Tuve poquísimas oportunidades de gritar un gol convertido por mí en partidos de ínfima relevancia, pero algo puedo decir que conozco esa sensación.
Si bien todos los festejos son de alguna manera premeditados, no me gustan los festejos excesivamente ensayados. Me parece que esas coregrafías de uno o más jugadores no pasan de un momento risueño y no quedan en la historia. No creo en los jugadores sentados jugando al truco, ni en el que agarra el banderín del corner y ametralla a sus compañeros, ni en los que bailan Macarena o Ai si eu te pego. Mucho menos en el equipo de Islandia que se hizo famoso en YouTube por sus festejos armados más para el noticiero del mediodía que para la tribuna vacía que estaba viendo el partido.
También me generan dudas los festejos marca registrada. Como los de Marcelo Salas haciendo la reverencia o los del inflador del Piojo López, el avioncito de Rambert o, más acá en el tiempo, los de Di María y su corazón berreta. No me molestan, pero me dan la sensación de que el tipo estuvo pensando en el festejo antes que en el gol. Tampoco me gustan las consignas pintadas debajo de las camisetas.
Los festejos que creo que son los verdaderamente trascendentes son los festejos naturales pero armados a la vez, los que vienen con connotación especial incluída. Esos que un par de años después se comentan tanto o más que el gol. Esos que dicen mucho y que son tomados por otros jugadores (anónimos o conocidos) para decir algo parecido. Como el de Riquelme haciéndole el topo Gigio a Macri (y declarando después más inteligentemente que era el Topo Gigio cuando todos sabían que estaba pidiendo un aumento). O el de Bebeto, meciendo a su hijo por nacer en el Mundial 94.
La semana pasada estuve comentando con cada persona que pude la celebración de Mario Balotelli. Después de clavarla en el ángulo desde afuera del área y liquidar a Alemania con su segundo golazo, Súper Mario se sacó la remera, se puso los brazos en jarra y dejó toda su humanidad hercúlea al descubierto para eternizar ese momento como una estatua. Sabía lo que hacía y lo hizo en el momento justo para que el instante sea inmortal. Su festejo Hulk, mejor dicho, su no-festejo (coronado por la frase "¿alguien vio a un cartero festejar cuando entrega una carta?"), seguramente será recordado siempre. Ya fue imitado por el japonés Ken Tokura. Me veo más a jugadores anónimos copiando su gesto. Los pros, creo, no van a arriesgar la amarilla para homenajear al jugador del City. Para mí entró derecho a la vitrina de los festejos de gol eternos.
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